domingo, 19 de septiembre de 2010

APORTACIÓN DE ANA LAURA JIMÉNEZ C. AL CAPÍTULO 5

MI APORTACIÓN AL CAPÍTULO 5

Todo lo que explica Lenaers respecto a la fuente de la fe, en una primera etapa la Escritura y en una segunda la Tradición con todos sus elementos, así como la definición de Tradición como el “el cordón umbilical que conecta nuestra fe de hoy con la de los primeros testigos” según yo entiendo, está referido no a la experiencia propiamente de “fe”, no a un acontecer espiritual, sino a creencias que hoy pueden ser más bien un obstáculo para un desarrollo sano espiritual y una fé adulta, propia de nuestro tiempo.

El cristianismo, entendido tradicionalmente, precisa ligarse a creencias. El cristianismo con creencias cree que la Escritura dice y que la Tradición confirma que existe un Dios, como entidad, que es fuente de todo lo que hay y que existe como distinto del mundo y del hombre; cree que existe un principio no mortal en el hombre y que el cuerpo mortal resucitará el último día; cree que el mundo es distinto de Dios y del hombre y que es el lugar donde debe desarrollarse el drama humano.

En esta versión, basada en creencias, el camino espiritual es conocer a Dios y amarle hasta conseguir, por su gracia, en la iniciativa de Dios en Jesucristo, la unidad con Dios por el amor. Cuando se recibe ese conocimiento y amor, ya no hay más muerte, porque incluso los que mueren “mueren en el Señor” y resucitarán en Él.

Esta forma de cristianismo, que es la tradicional y habitual, no puede darse sin la creencia y una creencia en versión teísta. Sin embargo, esta fe basada en creencias puede convertir a la religión en un sistema de poder y quienes controlan ese poder es precisamente de las creencias de donde sacan el poder. Y el poder que dan las creencias es mayor que cualquier otro poder. Y es que este poder es capaz de penetrar donde no puede alcanzar ningún otro poder: en las conciencias. Todos los poderes de la historia han intentado penetrar en las conciencias pero sin tener de su parte la religión basada en creencias, les ha faltado la capacidad de hacerlo. Los gestores de la religión, los gestores del poder de las creencias, los pontífices, los príncipes de las Iglesias, han controlado el mayor poder de la tierra. La religión como sistema de creencias es un sistema de poder que somete, pero que necesita del poder para someter.

Sin embargo, para muchos hombres de nuestra sociedad, que pertenecen a una cultura científica, tecnológica y de cambio continuo, este cristianismo basado en creencias, ya no es viable porque requiere creer y la estructura cultural actual o dificulta la creencia o la impide.

Yo creo por tanto que el cristianismo para el hombre y la mujer modernos, puede ser uno sin creencias que estorban en el desarrollo de una auténtica fé, es decir, un cristianismo que no necesite creer en que la fe consiste en creer lo que nos dice literalmente la Escritura y que se nos ha transmitido mediante la “verdad inequívoca que tienen las palabras de la Tradición”, es decir, que exista Dios como una entidad real y distinta; que hay que creer en el alma humana inmortal; en la resurrección; en un mundo como distinto del hombre y de Dios, en un nivel natural y otro sobrenatural.

Un cristianismo para nuestra sociedad de cambio contínuo no necesita ninguna de esas creencias si puede comprender la unidad radical de todo lo que existe. Sumergiéndonos en el silencio del yo profundo se puede emprender el camino interior sin tener que suponer la creencia en Dios, en el alma inmortal, en la resurrección y sin tener que creer que hemos venido a este mundo como a un campo de pruebas.

Jesús, en este paradigma de cristianismo, no es el Maestro de Doctrina sino el Maestro del camino interior, el Maestro de otra dimensión del existir, una dimensión absoluta que se revela en Él mismo. El camino a recorrer es llegar a reconocer la unidad absoluta de todo. Para reconocer esa unidad se ha de llegar a comprender que tanto el yo como el mundo o incluso la figura de Dios son construcción, una ilusión, una ignorancia del mundo de la dualidad. Lo que realmente hay es la Unidad en la no dualidad. Para mí, el acceso a esa unidad lo tengo gracias al Maestro Jesús que, en su persona, pone frente a mí esa unidad y realidad absoluta para que por Él la reconozca en mí mismo. Para otros habrá otros Maestros que también los conduzcan a tal unidad. Y es que esa suprema unidad puede adquirir, para un humano, rasgos antropomórficos, aunque en sí no los tenga. Sabré entonces que esos rasgos del Único son sólo en relación a mí; pero sabré también que, aunque no existan tal como los veo y siento, no son pura ficción e ilusión mía; tiene un fundamento real que hace que yo, sin creencias, pueda acogerlos sin reservas.

Tomando en cuenta lo anterior, la revelación de Jesús, como la de todos los grandes maestros del espíritu, es una revelación pero indecible. La consecuencia de esa revelación es un conocimiento y un sentir, pero silencioso, porque desborda por completo nuestras limitadas posibilidades de decir y representar. La revelación es una revelación sutil; y nuestra noticia de esa revelación es un conocer que no requiere de palabras del diccionario.

Esa fue la gran experiencia de los discípulos con Jesús. Para transmitirnos esa experiencia no pudieron recurrir a la palabra literalmente entendida sino que trataron de hacer una representación, una simbolización de lo que fue la enseñanza central, el corazón de la enseñanza de Jesús, y así poder simbolizar, en lo posible, esa inefable revelación.

La verdad que nos trajo Jesús, la verdad del Dios Padre, es la Verdad absoluta. Una verdad que está más allá de las pobres y limitadas posibilidades de nuestro cerebro y nuestro corazón. Una Verdad que excede todas nuestras posibilidades de representación. Sabemos de su Verdad con una certeza inquebrantable, pero ni la podemos individualizar, diferenciándola de las otras verdades (toda diferenciación sería hija de una formulación, y la Verdad de Jesús no es ninguna formulación), ni la podemos acotar, ni la podemos representar ni la podemos transmitir con palabras, sólo simbolizarla, y la interpretación del símbolo, de la metáfora requiere indispensablemente del discernimiento para saber si se trata de un “desarrollo positivo bajo el influljo del Espíritu” o de una “degradación generada por una fuerza de gravedad insana. Ante la ambigüedad de lo bueno y de lo malo contenidos en la mezcolanza de experiencias que nos llegan a traves de la Escritura y de la Tradición, el recurso no puede ser como dice Lenaers un autoridad heterónoma, la del magisterio jerárquico, sino la última instancia tendrá que ser la propia y personalísima conciencia, que aunque imperfecta y ambigua, se basa en el encuentro personal con la divinidad, encuentro que encierra la única “revelación” que para mí es significativa, aquella que se me revela sin palabras, en el silencio de mi Yo profundo. El criterio definitivo para mí de validación de la verdad es ciertamente la “fidelidad” a mi propia conciencia y creo que es también definitivo para todos los seres humanos sin distinción.

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